Perón y la industrialización inconclusa

«La solución del problema argentino está en aumentar la producción, en el orden de la producción misma, en el orden de su industrialización»

Juan D. Perón, Mensaje al Congreso, 21 de octubre de 1946.

Hace 150 años, Alberdi decía que «acostumbrado a la fábula nuestro pueblo no quiere cambiarla por la historia». Hace cincuenta años, el economista cubano Carlos Díaz-Alejandro se sorprendió por la difusión que tenían en nuestro país, incluso en ambientes académicos, ciertos “ideas grotescas” y “nociones incompletas o distorsionadas” sobre el pasado. En particular, advirtió que la «miopía histórica» era «muy frecuente en los estudios de la industria manufacturera argentina”. 

Una de las fábulas más perniciosas y persistentes es que Perón fue el «padre» de la industrialización argentina (la búsqueda permanente de figuras paternas denota un rasgo psicológico peculiar de los argentinos). Perón fue el principal encargado de promoverla y lo hizo con su habitual modestia. En 1956 desde el exilio explicó que durante los diez años que le tocó gobernar al país, la industria había recibido “un impulso inusitado” y que gracias a sus planes quinquenales había evolucionado “en forma portentosa”.

En 1946, cuando tomé el gobierno, no se fabricaban en el país ni los alfileres que consumían nuestras modistas. En 1955 los dejo fabricando locomotoras, camiones, tractores, automóviles, motocicletas, motonetas, maquinas de coser, escribir y calcular, etc., y construyendo vapores.

Según Perón, al momento de su derrocamiento en 1955, “por primera vez en la historia argentina, después de ciento cincuenta años de coloniaje… poner al día nuestra economía y lanzar al país a la industrialización”. Supuestamente para entonces Argentina “había alcanzado el estado económico más floreciente de toda su historia, sin deuda externa, por primera vez en sus ciento cincuenta años de existencia, con una industria en franco desarrollo, una economía popular con alto poder adquisitivo y un estado financiero equilibrado con una reserva financiera apreciable”.

Repetido ad nauseam por dirigentes peronistas, este mito se ha instalado como dogma tanto en ámbitos políticos como académicos.  En realidad, como ocurre con muchos otros mitos de la historia argentina, fue exactamente al revés: Perón fue el verdugo de la industrialización argentina. O, si se quiere, el padre de una industrialización ineficiente y prebendaria que condenó al país al estancamiento.

En 1943, gracias a la Segunda Guerra Mundial, Argentina se encontraba frente una oportunidad ideal para transformar su economía de una base agraria y rural a una urbana e industrial y mantener un alto nivel de prosperidad.

El premio Nobel de economía Paul A. Samuelson confesó alguna vez que si alguien le hubiera preguntado en 1945 «¿Qué parte del mundo espera usted que experimente el más dramático despegue económico en las próximas tres décadas?» su respuesta habría sido la siguiente:

Argentina es la ola del futuro. Tiene un clima templado, su densidad de población ofrece una dotación favorable de recursos naturales por empleado. Por un accidente histórico, su población actual constituye la más homogénea progenie de las naciones de Europa Occidental. Y Argentina, en 1945, se encontraba en ese estado intermedio de desarrollo del cual se podría fácilmente esperar un rápido crecimiento. ¡Qué equivocado hubiera estado!

La predicción de Samuelson no era tan disparatada ya que en 1942, el economista anglo-australiano Colin Clark, pionero en la compilación de estadísticas económicas internacionales, pronosticaba, en base a toda la información disponible en esa época, que en 1960 el nivel de ingreso per cápita de Argentina sería sólo superado por el de Estados Unidos y Canadá.

Evidentemente algo ocurrió después de 1942 para frustrar semejantes pronósticos. Según el economista australiano Arthur Smithies, “apareció un diabolus ex machina en Argentina”.

En opinión de Samuelson, la «enfermedad argentina» era más política y sociológica que económica. En mi libro Entrampados en la Farsa explico por qué. Lo cual no significa que los aspectos económicos de la decadencia argentina sean irrelevantes. Uno de ellos tiene que ver con la «industrialización inconclusa». El objetivo de estas líneas es justamente explicar sus causas recurriendo a un modelo básico de la teoría económica del desarrollo.

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W. Arthur Lewis

A mediados de los años cincuenta, Arthur Lewis, otro premio Nobel de economía, propuso el llamado «modelo de dos sectores” que describe el proceso típico por el cual una economía con base agraria y rural se transforma en una economía urbana e industrializada. Con el paso del tiempo este modelo fue superado por otros más sofisticados y cayó en el olvido. Pero hace algunos años fue «desempolvado» para explicar la industrialización de China después de las reformas de Deng. Sirve también para explicar de manera simple porque el peronismo frustró la industrialización argentina.

En el modelo de Lewis hay dos sectores, uno urbano (industrial) y otro rural (agrícola). Estos sectores tienen características fundamentalmente distintas. El primero es más capital intensivo y exhibe una alta productividad (en términos relativos). El segundo utiliza poco capital y su productividad es muy baja. Como la mayor parte de la población es rural, la consecuencia inevitable es una oferta de trabajo excedente en ese sector y una migración constante de trabajadores del campo a las ciudad. El exceso de oferta de trabajo en los centros urbanos a su vez empuja al salario real industrial por debajo de la productividad laboral. Es decir, elimina o reduce la tensión salarial en los centros urbanos. Esta descripción encaja bastante bien con la evolución de la economía china en las últimas cuatro décadas. En el período 1979-2009 la población urbana de China pasó de 180 millones a 620 millones. Casi dos tercios de este aumento fueron producto de la emigración interna desde zonas rurales, un fenómeno inédito en la historia económica mundial.

Los principales beneficiarios de este proceso migratorio obviamente son los empresarios industriales, ya que la presión sobre los salarios urbanos les permite generar ganancias extraordinarias. Pero como la demanda de sus productos aumenta, esto al mismo tiempo los incentiva a reinvertir sus ganancias y expandir su capacidad instalada. Esto contribuye a la acumulación de capital y, por ende, al crecimiento de la economía en su conjunto, que con el paso del tiempo, según Lewis deja de ser subdesarrollada.

Como cualquier modelo, se trata de una representación simplificada de una realidad cambiante y compleja. A pesar de sus limitaciones sirve para comprender no sólo como fue el proceso de acumulación de capital y la industrialización en países como Inglaterra en el siglo XIX y sino también lo que está ocurriendo viene ocurriendo en China desde hace varias décadas. En este último país todo indica que el exceso de oferta de mano de obra rural se ha extinguido o está punto de extinguirse, lo cual ha comenzado a generar tensiones salariales y consecuentemente pondrá presión sobre los costos y precios industriales. También sirve para entender lo que no pasó en la Argentina. Es decir, porque a partir de mediados de los años cuarenta el país se estancó y nunca desarrolló su industria y por qué si lo lograron países como Corea del Sur o Brasil.

A partir de mediados de la década del treinta comenzó un fuerte proceso migratorio interno del campo a la ciudad: entre 1936 y 1947 aproximadamente 840.000 personas se mudaron al región del Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA). Este proceso tuvo las mismas consecuencias que preveía Lewis en su modelo de dos sectores. Sin embargo, los supuestos de este modelo no describen exactamente la situación de la economía argentina en los años veinte y treinta. En ese entonces, Argentina tenía un sector agrícola bien capitalizado y con altos niveles de productividad. Si hubo exceso de oferta de trabajo (y no está claro que lo hubo en los años cuarenta) en este sector, fue más bien consecuencia de la tecnificación creciente de la agricultura después de la Primera Guerra Mundial que hizo redundante parte de la mano de obra. En realidad, los estudios cendales sugieren que una parte importante de los migrantes internos a la región AMBA provenía de las las provincias del Noroeste, más atrasadas económicamente, en las que los supuestos de Lewis (baja productividad laboral y baja capitalización) eran más realistas.

Al comenzar la Segunda Guerra Mundial, el sector industrial tenía un peso en el PBI similar al del sector agropecuario y el porcentaje de migrantes internos en la población urbana crecía año a año.

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Alejandro Bunge

En su libro Una Nueva Argentina, publicado en 1940, el economista Alejandro Bunge explicaba que «la industria, en pleno desarrollo y con el fin exclusivo de ir conquistando el propio mercado interior antes abastecido desde el exterior, hizo que la Argentina fuera de los pocos países que casi no tuvieron desocupación después de 1929. El comercio y la industria, en su mayor parte esta última, ocuparon de 1932 a 1939 unas 300.000 personas que se trasladaron [anualmente] del campo a las ciudades, más el aumento natural de la población». Destacaba Bunge que ese desarrollo industrial se había producido «casi sin proteccionismo, de una manera espontánea, como la consecuencia de un natural proceso histórico estimulado por las circunstancias internacionales». Es decir, se estaba dando exactamente el proceso de migración interna y la industrialización espontánea que preveía el modelo de Lewis. Argentina era cada vez más urbana e industrial.

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La Segunda Guerra Mundial le dio un impulso aún mayor a la industria, que a partir de 1941 comenzó a exportar a Estados Unidos, Sudáfrica y otros países de América Latina. En 1943 la industria exportaba el 20% de su producción. Argentina era entonces el país más industrializado de América Latina. Y el poder de adquisitivo de los obreros argentinos se encontraba entre los más altos del planeta.

Este ciclo «virtuoso» se interrumpió el 4 de junio de 1943. Durante los casi dos años y medio de gobierno militar se promovió una industria ineficiente y una creciente militarización de la economía. El gasto en armamento se duplicó en relación al PBI pasando de representar menos de 3% en 1939 a 6% en 1945. El ejército duplicó su fuerza efectiva llegando a con 138.000 efectivos en 1945, lo cual representaba 0,7%  de la población total, un porcentaje similar al del Tercer Reich en 1937. En 1945 el gasto militar de Argentina equiparaba al de Brasil, Chile, Colombia y Venezuela, situación insólita considerando que no enfrentaba ninguna amenaza externa.

Además, el régimen militar confrontó a Estados Unidos (de manera «suicida» al decir de Carlos Escudé) mientras que Brasil hábilmente conseguía su ayuda financiera y técnica para lanzar su propia industrialización, cuya piedra basal fue la planta siderúrgica de Volta Redonda. El gráfico siguiente muestra de manera elocuente cuál fue el costo de la «compadrada» argentina:

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Una vez electo presidente en febrero de 1946, Perón tornó cada vez más irreales los supuestos del modelo de Lewis que predecían un ciclo virtuoso de crecimiento y acumulación de capital. Como explica Roberto Cortés Conde, el objetivo principal del régimen peronista fue el de aumentar los salarios reales «independientemente de su productividad».

A pesar de la fuerte migración interna del interior al Gran Buenos Aires durante la década de los cuarenta, los salarios industriales no sólo no cayeron, sino que aumentaron fuertemente: en 1949 prácticamente duplicaban los niveles de diez años antes en términos reales sin que la productividad hubiera aumentado ni remotamente en similar proporción.

Bajo tal escenario, los empresarios no podían generar las ganancias extraordinarias que preveía Lewis, y menos aún reinvertirlas para generar un proceso sostenido de acumulación de capital. Con la política económica del peronismo, la posibilidad de convertir a Argentina en el principal exportador de productos manufacturados en América Latina desapareció de un plumazo. Brasil y México aprovecharon para desplazar a Argentina de su posición de liderazgo en la región.

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La solución peronista al problema de la caída de la rentabilidad empresaria fue la protección aduanera, el crédito a tasas subsidiadas y el otorgamiento de prebendas. Es decir, Perón optó por un intervencionismo y mercado-internismo creciente. Pero fue una solución insostenible a mediano o largo sin un sacrificio de la eficiencia y la productividad (algo de lo que Perón mismo se percató en 1952). Para visualizarlo de manera muy burda, se podría decir que la política económica del peronismo fue como los trabajos de plomería de los Tres Chiflados.

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Como explica Cortés Conde, bajo el marco institucional que proponía el peronismo, la ganancia empresaria pasó a depender de una decisión administrativa y no de su productividad. Consecuentemente, para los empresarios, la «búsqueda de rentas» en despachos oficiales pasó a ser más importante que la optimización de sus métodos de producción o la expansión de sus ventas a mercados del exterior.

Desde una perspectiva que no puede categorizarse como liberal, Aldo Ferrer explicó claramente la inviabilidad de la política económica del peronismo:

El aumento de salarios nominales es utilizado para lograr el aumento de la participación de los asalariados en el ingreso generado en la producción de bienes y servicios. Al mismo liempo, la imposición de precios máximos implica que el aumento de salarios tiene como contrapartida la disminución de márgenes de ganancias de las empresas. El aumento del ingreso real de los asalariados provoca una expansión de la demanda y lleva a las empresas que producen bienes de consumo a ocupar plenamente su capacidad productiva instalada. Sin embargo, esto no estimula la inversión para aumentar la capacidad productiva, por dos razones prin- cipales. Primero la disminución de los márgenes de ganancia y, consecuentemente, de la capacidad inversora le las empresas. Segundo, el deterioro de las expectativas acerca de la rentabilidad futura de las inversiones. La existencia de lasas de interés negativas y subsidios (vía tipo de cambios preferenciales) para la importación de maquinarias y equipos no compensa, a largo plazo, aquellos determinantes básicos del nivel de la inversión privada: los márgenes de ganancias y las expectativas de futuro. El estancamiento de la inversión en el sector privado debilita la absorción de empleo en el sector. Cuando estalla la recesión y se agota la capacidad de retener mano de obra vía disminución de horas trabajadas y deterioro del producto por hombre ocupado, el sector privado comienza a despedir mano de obra.

Obviamente, tampoco se les escapó a los empresarios que este sistema no era sostenible en el tiempo. Además, el descontrol fiscal y la emisión monetaria contribuyeron a generar una inflación inédita en Argentina. En vez de generar una acumulación de capital, las políticas económicas peronistas fomentaron desincentivaron la inversión a largo plazo y promovieron la fuga de capitales, un escenario que Lewis no había contemplado. Es decir, el peronismo reemplazó el círculo virtuoso del crecimiento por el círculo vicioso de la decadencia. El país quedo atrapado en la trampa del populismo.

El ya citado Smithies lo explicó muy bien en un estudio comparativo de la evolución de las economías de Argentina y Australia en el siglo XX publicado en 1965:

Argentina comenzó el período de posguerra con la posibilidad y la promesa de un período de expansión industrial comparable al de Australia. Había sentado las bases para la industrialización y el mundo estaba hambriento por sus principales exportaciones. De hecho, de 1943 a 1949 la producción industrial aumentó en alrededor del 40% y el empleo industrial en alrededor del 30%. La política de Perón, sin embargo, no fue simplemente la industrialización. Fue diseñada más para aumentar el número de las masas urbanas y ganar su apoyo político. Un instrumento importante para lograr ambos objetivos fue aumentar los salarios reales. De hecho, los salarios reales se duplicaron entre 1943 y 1949… Cualquier estudiante de segundo año de economía podría haberle dicho a Peron que estaba elevando los salarios reales muy por encima de la productividad marginal del trabajo en una situación de pleno empleo. Pero, desafortunadamente, ningún estudiante de segundo año de economía logró captar su atención.

Este es el gráfico que ningún estudiante de economía le pudo mostrar a Perón:

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Perón se dio cuenta de su error pero ya era tarde. Como observó con ironía el economista cubano-norteamericano Carlos Díaz-Alejandro, supuestamente «los únicos perjudicados» de las políticas económicas del peronismo iban a ser «los extranjeros, que se las iban a tener que arreglar sin el trigo y la carne vacuna de los argentinos y que no podrían vender manufacturas a la Argentina. Y en parte también los oligarcas que hasta entonces habían obtenido tan grandes beneficios del comercio de exportación e importación y de su asociación con los inversores extranjeros».

Si es que verdaderamente existió, esta ingenua apreciación fue refutada por sucesivas crisis de balanzas de pagos. Los principales perjudicados por las políticas económicas peronistas no fueron ni los extranjeros ni la oligarquía sino la mayoría de los argentinos. El diagnóstico de Díaz-Alejandro, inmune a las fantasías y fábulas tan arraigadas en nuestro medio, es implacable.

Las políticas peronistas presentan una imagen de un gobierno interesado no tanto en la industrialización como en una política nacionalista y populista de aumentar el consumo real, el empleo y la seguridad económica de las masas y de los nuevos empresarios [Perón] eligió estos objetivos incluso a expensas de la formación de capital y de la capacidad de transformación de la economía. Las condiciones externas favorables de 1946-1948 ayudaron a enmascarar el conflicto entre los objetivos nacionalistas y populistas y el desarrollo económico a largo plazo, un conflicto que se manifestó claramente después de 1948…

La ironía final es que una mayor atención a los bienes exportables durante 1943-55 habría dado lugar a una mayor, en lugar de una menor, industrialización, como lo sugieren los ejemplos de Canadá y Australia. Al hacer factible una tasa de crecimiento general más alta, la modesta expansión de las exportaciones podría haber resultado en una expansión de la industria mayor que la observada. Además, una actitud diferente hacia la inversión extranjera habría fomentado la industrialización, especialmente en sectores clave, de la misma manera que la fomentó durante la década de 1930.

Díaz-Alejandro publicó su libro a principios de los años setenta. Lo notable es no haber tomado nota y aprendido. La otra ironía que este economista no menciona, es que, al querer forzar una industrialización ineficiente y autárquica para abastecer un mercado interno sin escala, Perón logró perpetuar lo que supuestamente había venido a erradicar. En vez de «matar» al modelo agro-exportador inventado por la malhadada oligarquía condenó a la sociedad argentina a depender de él para sostener el sistema económico peronista (y seguir sujeta a los ciclos de precios de los commodities agrícolas):.

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Lamentablemente las ideas de Lewis no sólo no sirvieron para corregir el problema después de la caída del régimen peronista sino que contribuyeron a agravarlo. Este economista fue uno de los inspiradores de las políticas desarrollistas de Frondizi y Frigerio, que buscaban promover activamente una industrialización ineficiente y sin escalas con capital extranjero y protección arancelaria.

Esta política implicó redoblar la apuesta. En vez de fomentar la acumulación de capital, el impulso estatal a la inversión privada en sectores donde Argentina no poseía ventajas comparativas, ni escala suficiente, y la sustitución artificial de importaciones contribuyeron a crear una industria ineficiente y costosa. Para peor, esta industria se convirtió en el principal empleador en las regiones urbanas. Como explicó Díaz-Alejandro, quienes gobernaron desde entonces –tanto civiles como militares– pudieron comprobar lo «políticamente difícil», por no decir inviable, que era desmantelar este sistema. La asignación eficiente de los recursos escasos de la economía quedó supeditada a consideraciones políticas.

En Los Deseos Imaginarios del Peronismo, Sebreli, que no es economista, hizo una descripción difícil de mejorar

El rezago tecnológico y los altos costos de la producción impedirán a la industria argentina producir bienes exportables, competir en el mercado internacional, subordinándola cada vez más a la sobreprotección del Estado –créditos, excepción de impuestos, barreras aduaneras– y lo que resulta paradójico, haciéndola dependiente de las exportaciones agropecuarias, que se habían desalentado para beneficiar a los industriales. Esta equivocada política que se proponía la expansión económica y la industrialización acelerada, provocó todo lo contrario: una baja tasa de formación de capital real y de incremento en la productividad, el estancamiento de las fuerzas productivas, en fin la crisis económica estructural e insuperable que padece el país a partir de 1949.

En 1943, antes que Perón ascendiera a la presidencia, la Argentina era la séptima economía más rica del planeta, la onceava en tamaño absoluto y la más grande de América Latina. Tenía el sector industrial mas importante de América Latina y exportaba el 20% de su producción industrial. Su economía estaba posicionada para convertirse en la principal exportadora de productos industriales en América Latina. A fines de 2015 el país ocupaba la posición 50 o 60 en el ranking mundial de PBI per cápita, su economía era la vigésimo quinta mas grande del mundo y la tercera en América Latina (con el riesgo de ser superada pronto por Colombia y Chile).

Como explicó Samuelson hace más de cincuenta años The Review of the River Plate:

Si en la época de la Revolución Industrial, en Inglaterra la ciudadanía hubiese tenido el poder político para tratar de corregir, en el lapso de una generación, las extremas desigualdades de la vida, en las que unos pocos privilegiados vivían bien gracias al sudor de las masas,  sería dudoso que la revolución industrial pudiera haber continuado … El resultado habría sido aumentos legislados en los salarios nominales de hasta un 40 por ciento por año.

Eso es justamente lo que hizo Argentina bajo Perón. Y no lo hizo por presión electoral sino por conveniencia política.

La receta para retomar la senda del crecimiento no hay que buscarla ni el peronismo ni en el desarrollismo. Tampoco en la industrialización. La revolución tecnológica está transformando el mundo a velocidad vertiginosa. Contamos con el capital humano para incorporarnos a ella. Pero es necesario cambiar las reglas de juego. No es complicado. Solo requiere seguridad jurídica, un estado eficiente, impuestos razonables, integración gradual e inteligente al resto del mundo, educación de calidad y buena infraestructura.

Autor de “Entrampados en la farsa: El populismo y la decadencia argentina” y miembro del Consejo Académico de Fundación Libertad y Progreso.

5 comentarios en “Perón y la industrialización inconclusa

  1. […] Era inevitable que semejantes cambios demográficos no generaran un déficit de vivienda. También es cierto que el nivel de desigualdad en la distribución del ingreso era alto y que había aumentado significativamente desde 1933. Esto era una consecuencia previsible de la industrialización, tal como lo explicarían años más tarde los economistas Simon Kuznets y Arthur Lewis. […]

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